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  Obra socabones de angustia
 

Socavones de Angustia
 


SOCAVONES DE ANGUSTIA
Fernando Ramírez Velarde

Resumen
(Presentado por Amalia Ramírez Morales)


Primera parte


AL DECLINAR EL DIA


Aquel domingo debían recibir su paga los trabajadores de la Empresa "Maravilla". Frente a la Administración, había un grupo de obreros, cada uno de los cuales esperaba ser llamado para efectuar la cobranza de sus salarios. Hombres y mujeres de toda edad, aguardaban pacientemente su turno.
Del fondo de la Administración, una voz fuerte llamó:
-!Pedro Gutiérrez!
El aludido, entró.
-Pedro Gutiérrez. Treinta y dos mitas. Dos bolivianos por mita.(Salarios aproximados vigentes antes de la guerra del Chaco, en moneda boliviana de l8 peniques.) Total ganado, sesenta y cuatro bolivianos. Descuentos: anticipos, veinte bolivianos; pulpería, treinta y un bolivianos. Total descuentos: cincuenta y un bolivianos. Saldo, trece bolivianos. !Tome!.
El administrador entregó la suma indicada. Y mientras Pedro Gutiérrez salía, llamó nuevamente:
-!Tiburcio Huisa!.--Luego , dirigiéndose a un individuo que, arrellanado en cómoda butaca, leía un periódico, le dijo en voz baja: Este es un buen barretero. Tal vez le convenga Don Carlos. Entró Tiburcio Huisa, pequeño indígena, pálido y esmirriado, con el carrillo abultado por una pelota de coca.
El administrador pagó al barretero un saldo de diecinueve bolivianos.
Después, preguntó:
-¿Le gusta Don Carlos?
Este era el dueño de la Empresa "Maravilla". Don Carlos, preguntó en quechua simulando indiferencia: --Huisa, ¿Te gustaría un contrato:
-Me gustaría caballeroy--contestó el aludido,
-¿Donde pues, caballeroy?
-En "La LLusca"..Pero te pagaré cuarenta bolivianos por quintal de buena ley.
El rostro de Huisa se ensombreció. Al escuchar el ofrecimiento del contrato, al saber que era en "La Llusca" vio esfumarse todo el entusiasmo por la oferta, .dijo:
-No será caballeroy. Muy mala es "La Llusca!. Si quieres en otra parte podría agarrar un contrato.--No seas cobarde. Vas a ganar mucha plata- replicó el propietario.-La veta está muy ancha, con metal puro. Aceptá, no seas tonto.
-No será caballeroy- repitió Huisa moviendo la cabeza, muchos ya han muerto ahí. En otra parte si quieres.
Don Carlos se puso furioso y contesto:
-¿Y chola más no quisieras?...!Sal de aquí indio bruto si no quieres que te muela a patadas! Maricón, cobarde...
El Administrador gritó el siguiente nombre y volvió a dirigirse a su patrón:
-Este es bueno también, don Carlos.
Penetró un hombre simpático, moreno como todos los de su raza, de constitución atlética, con mirada inteligente y sonrisa amable. Después de embolsillarse un saldo de veintitrés bolivianos, recibió la misma oferta:
-Chuquimia, ¿te gustaría un contrato?
Y la misma respuesta: --Me gustaria patrón. ¿Donde?
-En "La Llusca". Cuarenta pesos por quintal y ese porque te quiero, pues a otros no les pagaría ni treinta. la veta está hermosa y ganarás mucha plata.
Julián Chuquimia conocía el paraje y no teniéndole miedo quedo seducido por la propuesta. Contestó:
-Lo pensaré patrón y mañana te avisaré el resultado.
Don Carlos, quiso decidir rápidamente el asunto y presionó:
-Yo me voy mañana a Oruro y si tú no aceptas ahora, daré el contrato a otro.
Después de la hábil presión del dueño de la Empresa, Chuquimia aceptó. A falta de firma puso su impresión digital debajo de un papel escrito que no podía entender; pero que, según le manifestaron, contenía los pormenores del contrato. Salió muy satisfecho con una copia de aquel documento.
Aquella mañana el hombre llegó a su casa muy serio y entregando el dinero a la mujer, dijo:
-Ahí está el pago "Ulincha". Veintitrés bolivianos.
-Esta vez no te han engañado- comentó la mujer miró de reojo a Julián Chuquimia que se había sentado en el umbral de la puerta, permaneciendo silencioso.
Donata Ari, era una bonita indígena. Destacándose en ella sus ojos negros, muy grandes.
-Qué tienes Julián- preguntó bruscamente.
-Nada "Ulincha"-Después añadió con acento de tristeza: -Es muy fregado el trabajo en la mina. Si pudiéramos irnos a nuestro Suticollo...
-¿No decías que nunca más serias pongo de una finca?.
-Es que yo quisiera volver con plata- aclaró Chuquimia. -Podríamos comprarnos un terrenito, dijo. Yo mismo, con mis brazos, levantaría nuestra casa. Trabajaría la tierra desde la salida del sol hasta que el sol se perdiera. !Es tan lindo el valle!...Nunca se siente frío. Allá la tierra es buena, aquí se ha vuelto mala, porque la torturamos haciendo socavones con barrenos y pólvora.
-¿Y cómo reuniríamos la plata, Julián? Lindo seria volver a nuestro Suticollo como tu quieres; pero eso es imposible. Por más que trabajes años y años, ganando como ahora veintitrés bolivianos al mes, nunca podríamos reunir lo necesario para comprar un terreno.
-¿Y si "agarrara" un contrato, "Ulincha"? -preguntó Chuquimia,
-Si no fuera en "La Llusca", sería bueno Julián--contestó la mujer.
-Es que sólo en "La Llusca" podrían darme contrato.
La mujer empezó a comprender la verdad de lo que Julián Chuquimia le ocultaba y sintió un ligero estremecimiento.
Miró con fijeza a su compañero, para luego increparle:
-¿Quieres morir como el "Macho Toro", como el "Barbón" y como el "Santuquito"?
-!Aa!.. Ellos no eran para ese lugar; !pero yo soy! contestó Chuquimia. Yo podría sacar hasta diez quintales mensuales y ganar unos trescientos pesos libre. En ocho meses tendríamos como para irnos. Solo a mi porque me quiere, el patrón me pagaría cuarenta bolivianos por quintal.
-!Ja jay!- rió forzadamente la mujer.-¿Porque te quiere?... No me hagas reír...-Porque te quiere desea que mueras. ¿Que le importa de ti? !A él lo único que le interesa es el metal aunque mueran cien peones!.
-En vano estás hablando tanto... Ya he firmado el contrato y desde mañana trabajaré en "La Llusca"...
La mujer se alteró ante la revelación que acababa de escuchar.
Sentándose en el suelo lloró amargamente. El minero, trató de calmarla con voz tierna:
-No te aflijas "Ulincha". No me pasará nada y después de ocho meses nos iremos a nuestro Suticollo... Ya no llores, "Ulinchita".
Al día siguiente, muy temprano, Julián Chuquimia se dirigió a "La Llusca" que era un paraje situado a dos kilómetros del campamento.
Llegando a la boca mina Julián Chuquimia , tanteó la firmeza de los dos barrenos clavados en la roca que sostenían el cable de acero de treinta metros por el cual debía descolgarse para llegar hasta el socavón.
Se quitó las abarcas, se amarró en el cuello la herramienta, el material y el ckockaui y empezó a descolgarse en el abismo por el cable que se balanceaba levemente. Chuquimia era un hombre fuerte y elástico. De otro modo no habría podido descender con tanta facilidad como lo hizo, desde los dos barrenos hasta la pequeña saliente de la roca, donde comenzaba el socavón.
En el fondo de la obscura galería, examinó la veta y quedó satisfecho; en realidad, era una veta rica. Mentalmente determinó los tiros y empezó a taladrar la roca, golpeando el barreno con un martillo. Cuando se cercioró de que los taladros tenían la profundidad conveniente, preparó los tiros y para efectuarlos sin peligro tuvo que encender la mecha y salir presurosamente a colgarse del cable, fuera del socavón, hasta que estalló la dinamita. Después, sentado en una piedra comió el ckockahui, a manera de postre acullicó coca.
Cerca del anochecer, el minero cargado del metal extraído en la jornada, salió del paraje. Ya entrada la noche, llegó a su casa con el espíritu ligero, entonando huayños de su tierra.
Pasaron los meses. Julián Chuquimia pudo reunir durante éste tiempo un saldo líquido de tres mil bolivianos celosamente guardado por su compañera. La resolución definitiva tomada por la pareja, era la de cumplir los ocho meses del contrato e irse a Suticollo para convertir en realidad, los sueños que habían acariciado tanto tiempo. La mujer, a medida que pasaron los días, había abandonado los malos presentimientos.
¡Muchos motivos de júbilo tenia el hogar de nuestros personajes! Por una parte el saber que se acortaba el plazo para su partida; por otra el éxito económico del contrato y, finalmente, el anuncio de la llegada de un hijo que colmaba un viejo y común anhelo.
Después de dar el primer tiro, observó que la veta que iba siguiendo, se abría en una bolsonera de metal rico y casi puro.
¿Qué cantidad de Wólfram podría sacar de esa bolsonera en los días que le faltaban para concluir su contrato? Julián Chuquimia trabajó todo ese día furiosamente y cuando llegó la noche resolvió doblar, prosiguiendo el trabajo con afiebrado ánimo. No tenia sueño ni sentía hambre. No probó bocado en la jornada, ni pegó una pestañeada durante la noche. Únicamente le absorbían su brutal trabajo y sus sueños de alucinado.
Cerca del amanecer sintió cansancio y advirtió que su cuerpo se encontraba dolorido por la terrible jornada. resolvió regresar a su casa para descansar y fue trepando lentamente por el cable de acero. A mitad de la ascención notó que sus músculos no le obedecían tan fácilmente como de costumbre; por primera vez desconfió de sus propias fuerzas y al desconfiar de ellas, sintió también por vez primera, un miedo salvaje del abismo obscuro que se abría debajo de sus pies. Sin embargo, siguió forcejeando para salir a la cumbre; pero avanzaba con excesiva lentitud y en algunos momentos resbalaba perdiendo terreno. Finalmente, decidió bajar de nuevo al socavón pensando que le resultaría más fácil el descenso que la subida. Era en vano. El cansancio del cuerpo y las emociones soportadas, habían agotado su vigor físico. Al iniciar la bajada, resbaló por el cable y apenas pudo sujetarse con las dos manos crispadas en la masa de acero que constituía su única salvación. Otro resbalón y otra milagrosa crispazón de manos. Allá quedó un rato, jadeante. Un sudor frío le cubría todo el cuerpo, su corazón le golpeaba el pecho fuertemente sintió que las sienes le latían sin compás y con furia. Segundo a segundo su miedo iba aumentando hasta convertirse en terror. Después, casi inconscientemente, hizo un nuevo intento de descender, sobreviniendo el resbalón final, el vacío, el cerebro embotado o quizá demasiado lúcido y un grito horrible hiriendo la noche y retumbando entre las montañas.
El cuerpo de Julián Chuquimia, como una galga, fue cayendo en el abismo, chocando varias veces en la roca y dando saltos enormes, hasta caer en el río destrozado en mil pedazos.

CAPITULO II

Por el pedregoso cauce del río de Tapacarí, convertido en camino, avanzaba una mujer de ropas raídas. Caminaba con fatiga bajo el peso de un voluminoso bulto cargado en la espalda y de su abultado vientre revelador de un avanzado embarazo. Donata Ari, la "Ulincha" con el sufrimiento enroscado en el alma y el cuerpo rendido por dos días de marcha a través de cuestas y desfiladeros que hubo de cruzar desde la mina "Maravilla",
Caminaba distraída cuando sintió un dolor que la hizo estremecerse de angustia. Trató de tranquilizarse pensando que, de acuerdo a sus cálculos, todavía faltaban de quince a veinte días para su desembarazo.
No pasaron diez minutos cuando un nuevo dolor mas insinuante que el primero, acabó de convencerla que eran los dolores del parto los que sentía.
Prosiguió mientras pudo; pero más tarde, cuando los dolores se sucedieron con mayor frecuencia, haciéndose mas agudos tuvo que resignarse ante lo irremediable.
A la orilla del río, buscó un lugar propicio a la sombra protectora de unos árboles. Del atado que llevaba extrajo unos cueros de oveja, los tendió en el suelo a fin de que le sirvieran de lecho; trajo agua del río.
Entre tanto los dolores se tornaron más continuos y cada vez más fuertes. Con el estoicismo propio de su raza, la mujer resistió valientemente el sufrimiento.
En medio de los dolores la inteligencia de la mujer se mantenía lucida. Planeaba lo que haría después de que el niño naciera: primero, amarrar muy fuertemente el cordón umbilical y luego cortarlo; después bañar al niño y arroparlo bien. ¿Y si moría ¿Que sería del pobre niño abandonado en soledad?. !Era necesario y urgente vivir! Aquel niño, que en sus entrañas forzaba por salir a la vida la obligaba a vivir.
No lanzaba un grito; pero tenía maltratados los labios de tanto morderlos. Por fin, el único gemido que dejó escapar su garganta, fue el preludio del llanto de un niño. Ese llanto infantil que trae a la mujer la doble alegría de anunciar el final de sus sufrimientos y de hacerla sentirse madre.
Al día siguiente Donata Ari, siguió su camino, llevando en los brazos a su hijo. No hacia muchos años que había partido de estos lugares, siguiendo a Julián Chuquimia sin el menor pesar de abandonar a su madre viuda y a su hermano.
Después de otra larga caminata llego hasta la casa. Ahí estaba Sebastiana, la madre, atizando el fuego.
-!Mamay!
La madre, examinó a la recién llegada. -Habías regresado –comentó
-Descansa. Pareces cansada. Al reparar en el niño que cargaba Donata, lo tomó en sus brazos y empezó a mecerlo amorosamente. Después preguntó:
-¿Y el Julián?... ¿Te ha dejado?...
-No mamay- contestó la muchacha -Se ha muerto. Y entre lágrimas y sollozos contenidos, relató toda la historia desde que salió del hogar hasta el trágico accidente de Julián Chuquimia en la mina "Maravilla".
-¿Y el Severo, mamay? Ha ido a la ciudad llevando carga de la hacienda..
En ese momento se oyó un llanto de criatura en el interior de la choza. Sebastiana se levantó con prisa devolviendo su hijo a Donata; entró en la casa y regresó con un niño de pocos meses en sus brazos, Donata preguntó:
-¿De quien es esa guagua?-.
-Es tu hermano- contestó la interpelada, agachando la vista.
Las dos mujeres no cruzaron mas palabras. había surgido entre ellas un silencio cargado de interrogaciones y de dudas.
Una de las mayores satisfacciones que tenía Donata ese primer tiempo, era conversar con su hermano.
Severo Ari no había cambiado nada, había conservado sus principales cualidades: amor al trabajo, bondad y dulzura de carácter.
Desde que Donata llegó de la mina, se sentía curiosa de saber quien podía ser el padre del niño que encontró en su casa. Repetidas veces intentó aclarar el enigma por medio de su hermano, pero éste respondía con evasivas. Sin embargo, ella creyó entrever un chispazo de cólera en la mirada de Severo.
Una tarde, Donata pregunto a su hermano:
-Y los patrones, ¿como son?
-No son tan malos contestó Severo. Rara vez nos pegan.
-Solo el niño Alberto...-dudó el hombre sin querer concluir la frase.
-¿Que hace el niño Alberto?
Severo continuó vacilando, hasta que finalmente pareció decidirse y contesto:
-!Abusa mucho de las mujeres!


CAPITULO III

Severo, sin prisa, acollaba las plantas, Por el fondo del pegujal apareció una figura de mujer: Casilda Condori Era una morena guapa, con las trenzas negras, los ojos picarescos y sonrisa provocativa. Usaba pollera que apenas llegaba hasta sus rodillas, dejando al descubierto las corvas llenas de seducción. Moza alegre y casquivana que se complacía provocando a la peonada de la región y según murmuraban las viejecillas del lugar, no se quedaba corta al otorgar favores a sus muchos cortejantes.
Al reparar en la presencia de Severo Ari que seguía trabajando en el pegujal, ella se detuvo y coquetonamente, le grito:
-!Severo!
-Ari, preguntó de mala gana:
-¿Que quieres?
-¿No has visto a mi burro tuerto? Se ha perdido.
-No lo he visto. Y tú, ¿qué no más haces que no lo cuidas?
-¿Que te importa?- repuso vivamente la mujer.
-Seguramente estarías ckalincheando- bromeó Severo -Ahora "tata Carlo" te va a enseñar...
-!Entrometido!
-!Ckalincha!
Mas bien ayudame a buscarlo. !No seas malito-- pidió la mujer melosamente.
Severo se acercó y propinándole un pellizco en el brazo le preguntó con malicia:
-¿Y qué me vas a pagar, imilla?
-"Lloccalla atrevido! reaccionó la muchacha y partió corriendo, lanzando sonoras carcajadas.
El mozo muy complacido inició la persecución.
Desde aquel día, el carácter de Severo fue cambiando paulatinamente. día a día se tornaba mas taciturno y menos comunicativo. Las mujeres intuían la causa del cambio de carácter de Severo: es aquélla mujer, se decían. -Esto puede traernos desgracia- sentenciaba la madre.
Mientras tanto, el lugar iba llenándose con la noticia de los amores de Severo con Casilda.
La Casilda es mala hembra. Es corrompida y bruja. No respeta ni a los hombres casados.
Quien acabó de decidir a Sebastiana para que interviniera fue la comadre Florentina quien directamente le dijo: -Creo que tienes que hacer algo, comadre. Esa mujer no puede convenir a tu hijo de ninguna manera. El Severito es bueno, honrado trabajador y esa mujer podría perderlo.
Esa noche, cuando Severo regresó del trabajo, la madre decidió abordar el tema:
-Dicen que quieres casarte con la Casilda. ¿Es cierto hijo?
Severo, apremiado por su madre, respondió con voz queda:
-Es cierto, mamay... quiero casarme después de Semana Santa.
-Pero ¿acaso no conoces a la Casilda, hijo? ¿No sabes que es loca, “lisa" y !ckalincha, que camina provocando a todos los hombres?.
-No mamay... eso creen porque no la conocen bien, la Casilda es buena, solo es alegre y chacotera y como la gente es mala y no comprende su carácter, habla contra ella.
-Tú estás ciego y no quieres ver nada. Te ha embrujado. Porque esa mujer fuera de ser mala, es bruja. No quiero que te cases con ella.
-Está bien mamay..Siempre te he obedecido y ahora también te obedeceré si así lo quieres. Si no me das tu permiso no me casaré con la Casilda. Pero será culpa tuya si algún día me encuentras ahorcado en un árbol o pisado por el tren...!Yo no podría vivir sin la Casilda, mamay!
Al escuchar la clara amenaza que encerraba la respuesta del joven, Sebastiana se estremeció.
La madre se rindió. Era imposible luchar contra la decisión de su hijo, sino a costa de grandes y terribles riesgos. Sólo quedaba pues, el camino de la resignación.
Quebrada por el dolor, concluyó:
-Yo no sería tu madre si aceptara tu obediencia en la forma como propones. !Me has vencido, Severo!...Puedes casarte con la Casilda, te autorizó para hacerlo. Pero !quiera el señor del cielo y la Mamita de Urcupiña, que todo esto no nos traiga desgracia!....


CAPITULO IV

Severo Ari, con todo afán fue haciendo lo necesario para entrar en la vida matrimonial en las mejores condiciones posibles.
Un día, muy ceremoniosamente, los novios y sus padres, ataviados con sus mejores ropas, fueron a la casa de Hacienda para dar parte del compromiso y nombrar padrinos de la boda a los dueños de la finca, don Cosme Salinas y su esposa.
El viejo Carlos Fuentes, tal era el nombre de "tata Carlo”, resolvió dar una gran fiesta para el matrimonio de su única hija.
El día señalado para la boda, se realizó la ceremonia religiosa en la pequeña iglesia del pueblo. Estuvieron presentes todos los invitados, inclusive don Cosme Salinas y su señora que, muy protocolarmente, llenaron las funciones de padrinos. La numerosa concurrencia indígena, vestida con sus mejores galas en derroche de colores vivos, colmaba la iglesia.
Concluida la ceremonia la gente se dirigió a la casa de "tata Carlo".
Se empezó a repartir chicha.
La fiesta se inició con cuecas.
Todo el día continuaron bailando. Alternaron la cueca con huayños y bailecitos y los bailes con copiosas libaciones de chicha y comida suculenta y pantagruélica.
Solamente Sebastiana Ari, no participaba del unánime regocijo. Bebía poco y no deseaba bailar. Acurrucada contra una pared de la casa, indiferente, lo miraba todo.
Ya estaba a punto de anochecer cuando Casilda Condori se apartó de la gente, acaso para despejar la cabeza de los humos alcohólicos. Alberto Salinas la vio y con el mayor disimulo empezó a seguirla.
Casilda, al darse cuenta, sonrió coquetonamente y preguntó sin inmutarse:
-Qué te pasa niño Alberto? Pareces borracho. ¿A quien estás buscando?.
-Te estaba buscando porque quiero hablar contigo.
-!Ja jay!-rió forzadamente Casilda- ¿Que "no más" quieres hablar conmigo?.
-Hace mucho tiempo que no puedo encontrarte a solas y desde Todos Santos ya no hemos podido "estar" --Insinuó Alberto.
-Si pues. Todo este tiempo te habías "metido" con la "Jovera" de Suticollo -contesto la mujer-
-No seas celosa. Sólo tú me has gustado siempre.--Ya no me quieres acaso Casildita?
-Ya estoy casada, niño Alberto.
Salinas sin desanimarse, inició una charla picaresca y provocativa.
-Por última vez Casildita. Allá, en aquel maizal. Después de esta vez nunca más te molestaré y nadie sabrá nada. ¿Bueno Casilditay?
Poniéndose de pie, tiró de las manos a la joven, hasta lograr incorporarla. y por último, cedió de buen grado a las incitaciones del galán.
Semiabrazados, lentamente se internaron en el maizal vecino.
Severo Ari, al notar la ausencia de su novia se puso a buscarla por los alrededores, llegando hasta el pie del ceibo de donde alcanzó a divisar a la pareja que se internaba en el maizal. La culpa de su flamante esposa resultaba demasiado categórica para abrigar alguna duda, y atontado fue siguiendo a la pareja, sin saber a punto fijo la actitud que asumiría.
¿Estaba tan borracho que había visto visiones?...!No! Ahí delante, a pocos pasos de él, seguía avanzando la pareja, podía oír perfectamente las risas de Casilda...-!Mala hembra, mala hembra!- ¿Y que podía hacer contra don Alberto que, siendo hermano de su amo resultaba también su patrón? El respeto ancestral al amo luchaba en su alma con la furia de los celos excitados ¿Que haría contra don Alberto?... Matarle, destrozarle,.. ¿No había existido también algo entre ese hombre y su madre?
De pronto cesó todo ruido. Relampaguearon los ojos del hombre.
-!Casilda!..!Casilda! -gritó a pulmón lleno mientras avanzaba corriendo y tropezando.
Allá estaban, a su vista. Quedó paralizado. Alberto Salinas fugaba en desesperada carrera Casilda continuaba tendida en el suelo, paralizada por el miedo. Como huellas indudables de su culpa, todavía presentaba las polleras desordenadas, la blusa desabrochada y desgarrada la camisa que cubría el pecho.
Casilda, confiando demasiado en sus encantos, invitó con ademán equívoco y cínico:
-!"Aprovechá" sonso!
Las palabras de Casilda restallaron como terrible latigazo en el rostro y el espíritu de Severo Ari, Se acercó lentamente a la mujer, Sentía odio. Odiaba con furia, con ira, con extraño frenesí.
La mujer no vio el peligro. Demasiado tarde se dio cuenta, tan tarde que le resultó imposible evitarlo.
Demasiado tarde percibió las manos crispadas del hombre que se apoderaban de su cuello apretándolo brutalmente, y aquellos ahogados insultos de "!mala perra, mala perra!" que surgían como ronquidos de la seca garganta mientras sus manos apretaban más, más y más.


CAPITULO V


Al día siguiente se tuvo noticia del crimen. La noche anterior todos estuvieron demasiado ebrios para poder darse cuenta de la desaparición de la pareja.
Un niño que recorría el maizal espantando pájaros, encontró el cadáver de Casilda. Despavorido corrió llevando la alarma por toda la región.
Carlos Fuentes después de enterrar con toda pompa a su hija juró que tomaría venganza, que revolvería el mundo entero para encontrar al asesino de su hija.
Amenazó a los indios con tremendos castigos si ocultaban a Severo Ari o viéndole no lo denunciaban. Después, se apersonó en la casa de los patrones a presentar sus quejas entre lágrimas e imprecaciones y obtuvo de don Cosme Salinas la formal promesa de llevar agentes de policía para capturar al criminal.
La noticia del crimen causó una terrible impresión en Sebastiana y Donata. Sus preocupaciones aumentaban con la falta de informaciones de Severo.
Pocos días después, llegaron los representantes de la policía de Seguridad Se inició de inmediato la investigación, abriendo un proceso con innumerables interrogatorios. Se pusieron a buscar al "presunto autor del crimen", acompañados y asesorados por Carlos Fuentes. Iniciaron la búsqueda del fugitivo en la casa de Sebastiana Ari, a quien encontraron en la puerta.
-Esta canalla está ocultado al asesino! --afirmó al verla el "curaca" y dirigiéndose a ella, preguntó amenazador:--¿Donde lo estas ocultando, gran perra?

-No tata! Yo no lo he visto más al Severito.
-Perra mentirosa!"--bramó el indígena dando un manotazo que echó por tierra a la mujer.
El policía, logró aplacar al agresor.
Procedieron a practicar un minucioso registro de la casa así como de sus alrededores.
Al cabo de ocho días de inútiles pesquisas, los soldados dieron por terminadas sus investigaciones y regresaron a la ciudad..
Después de dos noches, sonaron dos suaves golpes en la puerta de la casa.
-¿Quien?- preguntó con voz temblorosa Sebastián.
-Soy yo- repuso doña Florentina, entrando en la alcoba.
Sebastiana preguntó ansiosamente: --¿Sabes algo de mi hijo?
-Si. Todo éste tiempo lo he visto a diario y hace poco rato también he estado con él.
-¿Y por qué no nos avisaste?- reprochó Donata.
-No podía decirles nada, para evitar sospechas.
-¿Y como está? ¿Qué piensa hacer? ¿Donde ha estado oculto?
-Ha estado yendo de un lado a otro. Yo me encargaba de llevarle la comida y avisarle por donde lo buscaban. Piensa irse lejos, talvez por las minas o quizá por Santa Cruz.
-¿Cuando se irá? murmuró Sebastiana.
-Esta misma noche. no quería alejarse sin tener noticias de ustedes.
-Bueno. Ya las he visto. Ahora iré a despacharlo al Severito...
-Espera la detuvo Sebastián--Debes llevarle sus cosas y un poco de ckockahui para el viaje.
Donata tomó un paquete de dinero, que entregó a doña Florentina.
-Nosotros no necesitaremos plata y en cambio él podrá precisarla. Entrégale éste dinerito que reunimos con mi Julián en la mina.


CAPITULO VI

Después de la partida de Severo, Su vida fue reorganizándose. Se aprestaban a iniciar la cosecha del pegujal, pues los maizales estaban en sazón.
Una mañana se presentó en la choza el mayordomo de "Jatun Rancho",
-¿Que pasa, niñituy?.. preguntó Sebastiana, presintiendo algo malo. --Doña Sebasta.. --Yo no quisiera decirte, porque siempre te he estimado y también lo quería mucho al Severito; pero el patrón me manda. Parece que el "tata Carlo" le ha metido cosas en la cabeza y dice que tienes que abandonar la finca y entregar tu casa y el pegujal.
Sebastiana quedó muda de estupor.
¿Como podían echarla de una casa donde había vivido tantos años? ¿Como le podían quitar ese pedazo de tierra que alimentó a sus padres, abuelos y bisabuelos a justo cambio de trabajo prestado a los patrones, año tras año? Acaso el pequeño pegujal no era suyo?
-!Niñituy, don Pedro!-imploró la mujer--¿como me van a despedir?.
-No es mi culpa doña Sebasta. --Tú anda y pídele. Talvez oyéndote se compadeciera y te hiciera caso.
Poco después, Sebastiana y Donata, se dirigieron a la hacienda. Las recibió don Cosme Salinas y con voz desafiante dijo -¿Qué hay?
-!Niñituy!-balbuceó Sebastiana -El mayordomo nos ha dicho que tenemos que abandonar "Jatun Rancho". Venimos a rogarte que nos dejes. Entre las dos vamos a cumplir las obligaciones del Severo, niñituy. Ten compasión de nosotras.
-No hay caso. Yo no puedo perjudicarme manteniendo sin provecho el más lindo pegujal de la finca que, me hará conseguir por lo menos dos buenos jornaleros. Tienen "no más" que irse.
-Niñituy...-insistió Sebastiana sin poder contener las lágrimas -Mis abuelos han servido a tus abuelos; mis padres a tus padres y nosotros a ti. ¿Como pues vas a "botar" a dos pobres mujeres? -- ¿A donde podríamos irnos?
-Ustedes sabrán eso.
Las mujeres siguieron rogando, pero Don Cosme se mantuvo impertérrito ante las súplicas.
-Bueno señor. Si así lo dispones, nos tendremos que ir después de recoger nuestra cosechita.
-Esa cosecha no les pertenece, será para el "curaca" como compensación del asesinato de su hija, perpetrado por el Severo.
-!Eso es un abuso!..intervino Donata,--esa cosecha es nuestra! nos cuesta la semilla, el abono, nos cuesta nuestro trabajo. Podrás quitarnos el pegujal porque dices que es tuyo, pero quitarnos nuestra cosecha sería un robo!.
-!India cochina! -bramó don Cosme Salinas, dando dos bofetadas a Donata.
!Decirme ladrón a mi! Luego dirigiéndose a Sebastiana chilló colérico:-Salgan de mi casa y antes de tres días quiero que desocupen mi finca.
Las dos mujeres regresaron a su casa llorando silenciosamente.
Difícil será encontrar una raza que, como la quechua, se halle tan dispuesta a la resignación ante las adversidades.
Después de muchas vacilaciones y a iniciativa de Donata, acordaron viajar al Altiplano y buscar trabajo en las minas, podrían ahorrar dinero, para poder comprar, a la larga, un terreno propio.
!La eterna ilusión de los indios! Tener tierra propia.
Cuando partió el tren Sebastiana quedó muda, pero sí tenía un abultado nudo en la garganta que le producía sensación de asfixia.
Donata comprendió el dolor de su madre y le dijo: --Volveremos mamay... Volveremos pronto.


SEGUNDA PARTE

NOCHE

La pequeña columna de camiones iba devorando kilómetros en dirección a la cordillera. Sebastiana y Donata Ari, viajaban sobre la carga de uno de los vehículos, llevando en brazos a sus respectivos hijos. Junto con ellas iban dos obreros; el uno aymará de fisonomía dura y el otro, quechua, moreno de extraña simpatía.
"¿Es la primera vez que van a "Buena Estrella"?
-Si.,
-¿Palliris?
Donata, contestó dudando: --Vamos de palliris, aunque no conocemos el oficio.
-Van a aprender rápido..¿Son casadas?
-Viudas las dos-respondió Donata.
El hombre reparando en los dos niños, preguntó:
-¿Que nombre tienen los chiquitos?
-El mío es Pablo y el de mamá Pedro..
-Cuánto tiempo hace que trabaja usted en "Buena Estrella", don?...-- indago Sebastiana sin poder concluir la pregunta.
-Mi nombre es Juan Calle- aclaró el minero- Hace seis meses que trabajo en ésta mina, de barretero.
Por fin, llegaron al campamento de la mina, se veía un letrero: "Buena Estrella. 4.340 metros sobre el nivel del mar.
A no ser por la ayuda de Juan Calle, las dos Ari no habrían sabido donde ir, el nuevo amigo las condujo de un lugar a otro, hasta dar con el empleado respectivo, que no sin dificultad encontró una casa que solo alojaba a seis personas.
Después de acomodar sus bultos en un rincón, Sebastiana y Donata, quedaron pensativas. ¿Como les iría en su nueva vida? Hasta ahí, todo había marchado bien. Estaban instaladas, tenían un amigo y al día siguiente empezarían a trabajar.
Más tarde regresó Juan Calle. --Mi mujer vendrá después de aviarse- -anunció.
-¿Que es eso?- preguntó Sebastiana.
-Es sacar los víveres de la Pulpería explicó Donata.
Llegaron Esteban Vallejos con su hijo Bautista, que saludaron al entrar. Vivian en la parte delantera de la misma casa.
En ese momento apareció trayendo una olla y platos, una mujercita delgada y simpática.
-Buenas noches- saludó tímidamente.
-Es Josefita, mi mujer- la presentó Calle -Es cinteña, pero habla quechua.
-Les estaba trayendo un poco de comida-balbuceó la muchacha.
Silenciosamente comieron los cuatro.
-Mira las huahuitas- invitó Calle a su mujer, se llaman Pedro y Pablo.
Cuando ya era plena noche los Calle se fueron, reiterando sus promesas de amistad.
!Qué simpático es este Juancho, mamay"- comentó Donata.
Si, Ella también es muy simpática! repuso Sebastiana.


CAPITULO II

Al día siguiente las dos mujeres se dirigieron al trabajo, llevando a sus hijos cargados en las espaldas.
A las siete de la mañana, sonó una sirena en el lejano campamento.
Las dos Ari, dejaron a sus hijos sentados cerca de ellas, recibiendo de un capataz las herramientas y ligeras instrucciones, para distinguir el estaño de la piedra. Se pusieron al trabajo un poco nerviosas y asustadas. Las flamantes palliris, golpeaban con mucha lentitud y constante titubeo, con esa falta de seguridad tan propia de los novatos. A veces partían las piedras más de lo necesario y otras, demasiado poco.
El pitazo lejano de la sirena del campamento que anunciaba el final de la jornada, fue para Sebastiana y Donata como un baño reparador.
Iniciaron lentamente la bajada. Las alcanzó Juan Calle, que hizo el resto del camino con ellas. Con mucho interés se percató de las incidencias del primer día de trabajo y con su charla alentadora pudo inyectar bríos en sus espíritus un tanto abatidos.
Lentamente, la nueva vida de Sebastiana y Donata Ari, en "Buena Estrella", se hizo rutinaria hasta llegar a la perfecta monotonía que es la esencia de la vida minera de los obreros.
No podían faltar preocupaciones para Sebastiana. En el último tiempo había advertido que la amistad de su hija con Juan Calle, llevaba la probable perspectiva de convertirse en amor.
Cierto día, bajaba de la mina Sebastiana, mientras Calle y su hija se rezagaban disimuladamente. La madre al notarlo, acortó el paso y aguzando el oído, pudo escuchar el diálogo:
-...podíamos juntarnos y en cuanto reuniéramos "plata" nos casaríamos en la Iglesia. Doña Sabita viviría con nosotros y yo sería como un padre, para ....
El ruido del viento, no dejó oír a Sebastiana las últimas palabras..Poco después volvió a escuchar:
-...no me quieres. Si me quisieras de verdad no buscarías tantos inconvenientes.
-¿Pero la Josefita, Juancho?
-Ya te he dicho que podría irse a la casa de sus padres que siempre la llaman y quieren separarla de mi.
-!Pero ella te quiere!
-Si... Pero me olvidaría pronto...¿Acaso es nuestra culpa querernos Donata?



CAPITULO III

Un domingo, los obreros afluían constantemente a las dos casas donde servían comida y alcohol e iban dejando poco a poco, gran parte de sus ganancias del mes.
Sebastiana y Donata Ari se habían apartado de la algarabía general, con otras pocas mujeres se ocuparon de lavar ropa en la alejada fuente.
Al regresar a su casa Donata tropezó con Juan Calle, que se acercó a ella con risa estúpida y dando discretos tropezones.
-!"Ulinchita"! Te he buscado todo el día. ¿Donde "no más" te has metido?
-Estuve lavando- contesto la muchacha. -!Pero tú estás borracho!
-!Ja Jay! "Ulinchita". No estoy borracho, sino alegre.
-Estás borracho.. !Vete!- ordenó malhumorada Donata-. -Bueno, bueno, pero primero escúchame porque tú también debes estar alegre. La Josefita se ha ido.
-¿Qué?- preguntó Donata sorprendida.
-Si. Se ha ido. Me ha abandonado. Ahora ya no tienes pretextos para juntarte conmigo.
-Bueno. Hablaremos de esto otro día, cuando estés sano.
Resignadamente Calle, se alejó


Capítulo IV

Un grupo de ocho obreros entró en la “Jaula” y a pesar de que acababan de ingresar al trabajo, su aspecto denotaba cansancio.
Silvestre Ontiveros, de cuarenta años , hombre que había recibido cierta rudimentaria educación, murmuró con voz apenas perceptible al oído de Juan Calle:
-¿Sabes que nos disminuyen el jornal?
-Sí –contestó lacónicamente el aludido. La “jaula” empezó a descender. A medida que se bajaba, el olor a humedad iban en aumento.
-También subirán los precios de la pulpería
-Así he sabido –murmuró Juan Calle.
-Algunos queremos hablar de todo esto, hoy en el aculli de la doce. Quisiera que tú también vayas.
Calle mirando con interés a su interlocutor, respondió con tono resuelto:
-¡Iré, Mono!
La jaula se detuvo en el nivel 208, donde el “cuadro” se abría en un espacio grande trabajado en la roca, iluminado con luz eléctrica. Descendieron los obreros, internándose en las galerías alumbrados por la mortecina luz de sus lámparas.
Por una de las “galerías” se internó Juan Calle, hasta llegar al paraje donde trabajaba que era el “tope” de un socavón, se sentó unos minutos para “acullicar”. Después con mucho desgano tomó un barreno y empezó a taladrar la roca.
-¿Qué pensarán hacer Ontiveros y los demás?. Sus pensamientos saltaban de un tema a otro. –Me estoy dejando embrollar mucho por la Ulinchita-. -¿Cuándo me darán la ropa de goma que me han ofrecido...?-. Mucha agua hay aquí. Cada cierto tiempo sacaba el barreno, examinaba la punta de la herramienta, extraía del agujero el polvo y las particular de roca con una cucharilla, para luego introducir otra vez el barreno y proseguir su tarea-¡Roca del demonio, parece granito!-. La figura del obrero, iluminada por la lámpara de carburo, allá en el fondo obscuro de la galería, con las piernas abiertas bien afirmadas sobre el suelo, los músculos de los brazos tensos manejando las herramientas, la transpiración empapando todo el cuerpo, el torso y la cabeza inclinados, parecía un cliché periodístico de primero de mayo.
¡Mina...! ¡Entraña de la tierra dominada por el hombre y que se venga del hombre fatal y sañudamente...! Parajes húmedos a cientos de metros debajo del suelo, donde llueve como si se hubiera desencadenado una tormenta al aire libre; donde se marchitan las vidas de los obreros por falta de oxígeno; roca fuerte que resiste tercamente el embate del acero. Obscuridad y barro. Piedras que parecen esperar el momento propicio para aplastar a un hombre. Partículas pequeñísimas de roca y átomos de polvo, que introduciéndose en el organismo, arteramente, contribuyen a esclerosar los pulmones... Laberinto de galerías subterráneas que crecen constantemente, se estiran como tentáculos que quisieran atrapar a una presa, se alargan y retuercen como pesadilla; galerías negras y amenazantes como bocas de monstruos hambrientos: ¡socavones de angustia...! Mina: ¡Vivero de la muerte...!
Calculando que ya era medio día, Juan Calle preparó los “tiros” en profundos taladros perforados durante la mañana. En ellos colocó fuertes cargas de dinamita y las taqueó convenientemente; luego encendió un cigarrillo y con el fuego del mismo, prendió las mechas.
-¡Tiro! –gritó con voz potente por si hubiera alguna persona aproximándose al lugar, mientras se alejaba para protegerse en un hueco de la roca.
Breves instantes después y casi al unísono, retumbaron en el socavón formidables explosiones, al mismo tiempo que saltaba la roca destrozada. -¡Buen trabajo!— pensó y después de “pijchar” unas hojas de coca, se fue al lugar indicado por Ontiveros para la reunión. Allá ya se encontraban varios obreros, sentados en el suelo, formaban un grupo pequeño compacto.
Juan Calle llegó por lo visto, rezagado cuando Rosendo Paiti peroraba fogosamente:
-¡A buenas no conseguiremos nada! ¡La única razón que puedan entender estos canallas es la de la violencia!
-¿No estás por la huelga? –interrogó Ontiveros.
-¡Las huelgas, los pliegos de petición, son absurdos! –repuso el muchacho.
-Entonces que pretendes que hagamos? –volvió a preguntar Ontiveros.
Con voz que retumbaba e impetuosamente aconsejó Paiti:
-Debemos darles plazo, veinticuatro horas, y si no acceden a nuestra peticiones, haremos volar el ingenio, la mina y la administración.
Los circunstantes quedaron impresionados por el plan terrorista del acalorado obrero, plan que nunca se habrían atrevido a imaginar; pero que planteado en forma tan sencilla resultaba convincente y de muy fácil realización.
Sunahua preguntó:
-Nosotros queremos mejorar nuestra situación ¿no es cierto...? Pero, si volamos la mina y el ingenio ¿qué probabilidades tendremos de mejorar nuestras condiciones? Quedaríamos sin trabajo y daríamos motivo a las autoridades para que nos castiguen.
Pero tenemos que hacer algo exclamo Ontiveros –Yo creo que la huelga es el mejor recurso.
Después de una larga discusión y escuchar las diferentes propuestas decidieron ir a la huelga, pero ahí surgió la pregunta: -pero cómo conseguiremos que ningún obrero entre a la mina y al mismo tiempo, no se muera de hambre?
-Hay que instruirles y recomendarles que ahorren víveres y dinero para cuando estalle la huelga– indicó Ontiveros que en toda su vida, jamás había podido organizar una huelga.
¿-Convenido entonces? –interrogó a todos Ontiveros.
-Convenido contestaron varios.
-Bien –concluyó Ontiveros-, Entonces debemos ponernos en actividad sin pérdida de tiempo, tenemos que organizarla bien y en un mes podemos ir a la huelga.
Ontiveros reparó en el silencio poco común de Juan Calle, preguntándole de improviso...
-Y tú, Juancho, ¿qué piensas, que estás tan callado?
-Yo estoy conforme con la huelga. Compañeros, solo que... ¿Cualquiera de ustedes ha estado en alguna huelga?
-Yo he estado en muchas – Jala repuso con aplomo.
-Yo en una sola –contestó Ontiveros. Los demás callaron moviendo negativamente las cabezas.
-Y obtuvieron resultados prácticos? –volvió a preguntar Calle.
-Jala, que no pensó que continuaría el interrogatorio, prefirió guardar silencio. Ontiveros en cambio, reconoció titubeando.
-La verdad... En aquella huelga no obtuvimos nada bueno, porque fracasó a pocos días de empezada...-. Después con más aplomo, añadió —Pero ese no es motivo para que toda huelga tenga que fracasar.
La otra huelga en la que participé ocurrió en una empresa “grande” y esa estuvo más o menos organizada, porque teníamos muy buenos cabecillas y creo que en el fondo fue dirigida por algunos políticos que, deseosos de procurar dificultades al gobierno, prepararon el movimiento con mucha habilidad y previsión. Pedíamos aumento de salarios y mejores condiciones de vida.
-La empresa se preparó mejor que nosotros, pues inclusive llevó a la mina un regimiento de línea. El día señalado tres mil quinientos obreros no entramos al trabajo. Cuando el paro había durado ocho días, la fuerza pública apresó a los tres principales dirigentes. Al otro día en señal de protesta organizamos una manifestación. Nos recibieron con descargas cerradas de ametralladoras y de fusilería. “Nosotros pedíamos pan y ellos nos dieron balas! Hubo centenares de muertos.
-La matanza nos desmoralizó a todos. A los pocos días volvimos al trabajo sin haber conseguido nada. Nos faltó coraje para sobrellevar el recuerdo de nuestros muertos y sobreponernos al miedo que cundió entre nosotros.
Juan Calle dijo: -Les he contado esto para que sepan todo lo que se arriesga en una huelga. Si vamos a la huelga debemos hacerlo conscientes de todos los peligros... Se arriesga el trabajo, la tranquilidad, el pan de cada día. Se arriesga hasta la propia existencia. Después de todo, dada la cochina vida que llevamos, creo que el riesgo tampoco es muy grande...
-concluyó sonriendo.
-¡Bravo, Juancho! –exclamó Paiti- ¡Chóquela! hermano!
-¿De modo que vamos a la huelga?- Ontiveros preguntó satisfecho.
-Si –contestaron resueltamente-.
Juan Calle salió de la mina con el espíritu ligero, encontró en el camino a Donata Ari. Sebastiana, con los dos niños iba por delante, conversando con Juana Condori.
Al alcanzar a Donata, rodeó con sus brazos el talle de la joven, que hizo esfuerzos aunque no muy decididos para zafarse del abrazo.
-¡Déjame!-
-Jajay –rió el hombre- ¡Ahora no te largo nunca más! ¿Acaso no eres mi mujer?
-No soy, ¡Déjame!-
-Ulinchita. Dos meses ya que me has mauleado. Ahora no me vas a embrollar más-.
Donata rió y dejó de forcejear, aceptando ya sin tapujos el abrazo que le producía un cosquilleo de dicha. El hombre, al darse cuenta de la situación, con más aplomo le dijo.
-Ahora voy a llevar mis cositas a tu casa. ¿Qué dices?
-Bueno... –cedió ella, bajando la vista ruborosamente.


Capítulo V

La huelga se inició con los mejores auspicios. Fuera de ocho obreros especialmente designados, para atender las bombas que extraían el agua de la mina, no entró ni una más al trabajo. No hubo desórdenes ni alarmas. Los dirigentes se hallaban reunidos permanentemente en casa de Juan Calle. De tiempo en tiempo algunos de ellos salían para hablar con los obreros.
En la mañana del segundo día, fuera de un raro mutismo de Nemesio Almanza y Serapio Jala, no hubo novedades en el campamento. El paro seguía siendo total. En la tarde se pudo notar cierta inquietud entre los mineros, exteriorizada en un animado ir y venir de grupillos de obreros murmurando en voz baja.
Al ser interrogado un indio sencillo, había respondido:
-¿Cómo será, pues, don Ontiveros...? Otros también dicen que estas huelgas son para empeorar-...
Los dirigentes redoblaron su actividad para disipar las dudas y la inquietud colectiva, pero a la noche llegaron preocupados.
A la mañana siguiente, vino al campamento un funcionario de la administración, escoltado por ocho guardias armados. Buscó a los dirigentes y entregó a Ontiveros un oficio. Ontiveros en voz alta leyó el oficio, en el que se invitaba a Juan Calle, Rosendo Paiti y Juvenal Sunahua, miembros del Comité de Huelga a pasar por Gerencia a hrs. 3 de la tarde a fin de llegar a un satisfactorio acuerdo. Indicaba también que el señor Tte. de Policía Don Segundo Torres, enviado por el gobierno, para intervenir en el arreglo, se encontrará presente en la reunión a fin de garantizar la corrección del acuerdo a que lleguemos.
(Fdo.) –J.S. Johnson. –Gerente.
Terminada la lectura, los trabajadores quedaron satisfechos al notar el respeto con que la gerencia trataba a sus dirigentes.
Los cabecillas, celebraron reunión.
-¡Esto es el triunfo! –exclamó Paiti con entusiasmo.
-Yo desconfío un poco de los gringos- dijo Calle con visible preocupación.

-¡No seas desconfiado! Intervino Almanza-. Se han visto
perdidos y quieren transar.
-¿Cómo será...? mascullo Ontiveros.
-Yo no quisiera que vayamos –expresó Sunahua-. Me parece trampa. Si ellos quieren arreglar, debían decir en su papel: les concedemos esto, y aquello no les concedemos. Aceptan o no...? Pero si en vez de escribir claramente, quieren que vayamos hablar y todos sabemos que para hablar ellos son más diestros.
-Si no vamos, dijo Calle, la Empresa dirá al gobierno que no queremos llegar a un acuerdo y entonces las autoridades nos “ajustarán las clavijas”
Finalmente y aunque Ontiveros, Sunahua y Calle seguían dudando, todos resolvieron que se debía asistir a la cita del Gerente.
Cuando éste punto estuvo resuelto, Calle dirigiéndose a Jala, Caricari y Almanza, les dijo.
-Viéndolo bien, es una suerte que no nos hayan llamado a todos. Si a nosotros nos pasara algo, ustedes quedarían de únicos jefes del movimiento y supongo que sostendrían la huelga, ¿no es cierto?
-¡Por la “gran flauta”! –exclamó Almanza- Ya verán esos grandísimos si a ustedes les pasa algo. Los otros compañeros que no habían sido mentados en la carta de la gerencia aseveraron que sostendrían la huelga hasta sus últimas consecuencias.
A la hora señalada los obreros invitados acudieron a la cita, vestidos con ropas nuevas. Todos llevaban cierto optimismo; la satisfacción general había llegado a contagiar aún a los más recelosos.
Empero, si fueron con cierto optimismo, muy pronto tuvieron que decepcionarse; pues cuando entraron en la gerencia se dieron cuenta de que la reunión no sería muy afectuosa. Johnson, con el ceño fruncido. Lo acompañaban el teniente Torres, el jefe de campamento Ávila y el ingeniero Smith, fuera de los indicados personajes también se veía en la habitación a seis soldados de la policía. Con excepción de Johnson los demás individuos se hallaban armados: los soldados con fusiles y los otros con revólveres.
Desde los tiempos más remotos, el sistema de lucha utilizado por los blancos contra los aborígenes de la América, ha sido, generalmente, el de la deslealtad, el engaño y la traición.
Al ver la muda y al mismo tiempo aparatosa recepción que se les tributaba, los obreros, no presagiaron nada bueno, se sintieron desconcentrados.
El teniente Torres fue el primero en hablar.
-Se hallan ustedes acusados de soliviantar a la gente con fines comunistas. ¿Qué tienen que alegar en su defensa?
-No somos comunistas- negó Ontiveros con notoria timidez.
-Yo tengo documentación probatoria de que ustedes son comunistas y que tenían planes de volar el ingenio y la administración –aseguró Torres.
-¡No es cierto...! Es mentira –tartamudeó Ontiveros-. Lo único que queremos es que nos aumenten jornales y bajen los precios de pulpería. Para eso hemos hecho la huelga.
-¡Mentira! ¡Ustedes son comunistas! –replicó el funcionario policial.
-¿Me permite usted señor teniente? –intervino Calle.
-Nosotros hemos venido para tratar de igual a igual este asunto, invitados por el gerente. No estamos aquí para ser juzgados como criminales, ya que no hemos cometido ningún delito. Y es extraño que el representante del gobierno...
-¡Imbéciles! –interrumpió Johnson, creen que yo voy a tratar de igual a igual con ustedes, indios borrachos? Ustedes venido aquí para responder por estos desórdenes!
-Entonces, habiendo sido engañados, nosotros nos retiramos –amenazó Calle.
-Ustedes quedarse aquí como presos hasta arreglar el asunto –ordenó el gerente.
-Esto es un atropello, por el que nos quejaremos al gobierno -dijo Calle.
-¡Imbéciles...!¿No saben ustedes que son las empresas mineras las que manejan el gobierno de este país infeliz?
-Cállese gringo canalla! –terció Rosendo Paiti, sin poder contenerse.
Johnson enrojeció de rabia, se acercó a Paiti y descargó en la cara del obrero una violenta bofetada, tambaleó el hombre, pero luego, reaccionando, ciego de rabia, atacó a Johnson con un tremendo puñetazo en el mentón, que lo derribó sobre el escritorio. Y cuando Paiti, amenazador, se acercaba otra vez, hacia su contrincante, sonó un disparo. El mozo se detuvo haciendo un gesto de dolor. Luego cayó al suelo, derramando abundante sangre.
-¡Grandísimos chanchos! Insultó Ontiveros exacerbado.
Sunahua y Ajarachi se acercaron al herido, que se quejaba débilmente.
-¡Canallas –gritó Calle ciego de cólera. -¡Mátennos a todos! ¡Aquí estamos indefensos y ustedes armados! ¡Mátennos...! ¿Qué esperan, carajos?-.
Los policías sujetaron a los cuatro, esposándolos. Sólo Calle ofreció resistencia, repartiendo puñetazos y puntapiés entre los que querían reducirlo y tras breve forcejeo también lograron contenerle. Rosendo Paiti, seguía quejándose débilmente en el suelo.
-Hay que llevar a este herido a la enfermería –ordenó Johnson tranquilamente- A estos cuatro con sus familias hay que despachar a Oruro, a la policía para seguirles el proceso judicial. Yo escribiré al abogado.
-La reunión con los obreros ha terminado...



A los tres días, en uno de los calabozos malolientes de la Policía de Oruro Juan Calle leyó a sus compañeros una noticia periodística:


“UN AMAGO DE HUELGA EN LA MINA BUENA ESTRELLA FUE SOLUCIONADO SATISFACTORIAMENTE”

Gracias al espíritu ampliamente comprensivo del Sr. Johnson y de la sagaz intervención del Tte. de Policía Segundo Torres, se ha logrado conciliar los intereses de la Empresa con los del obrerismo, que, para solucionar el conflicto tuvieron que hacer mutuas concesiones.
-Como que nos concedieron hasta bala– comentó Ontiveros.
-¿Y Almanza, el Gabino y el “Roto” no harían nada? Preguntó Ajarachi.
-Se asustarían contestó Ontiveros-.
Qué vamos hacer...
Calle siguió leyendo el periódico que decía: “También demostraron un amplio espíritu conciliador, los cabecillas del movimiento Nemesio Almanza y Serapio Jala, quienes venciendo la resistencia de algunos núcleos de obreros que no querían entrar al trabajo, llevaron a los mineros por el camino del orden”
-¡Traidores, chanchos!... ¿Y que sería del Gabino? Dijo Calle.
Ninguno hizo comentarios después de la lectura. Había mucha sobrecarga de decepciones en sus almas; mucha cólera reprimida en sus pechos.


Lo que ya no pudo leer Calle y que en esos mismos días salió en otro periódico, fue una escueta noticia, que decía:
ACCIDENTE DE TRABAJO
La Empresa “Buena Estrella” comunica a la
Policía, que el día de ayer, por imprudencia
El obrero Gabino Caricari, que jugaba con un
Fulminante, se hizo volar la cabeza,
muriendo instantáneamente.


El abogado de la Empresa Minera “Buena Estrella”, leía el minucioso informe que sobre los sucesos de la mina le había remitido el Gerente Johnson.
Después de leer el informe, masculló:
-¿Qué diablos pretende Johnson?
-¡Absurdo!... Nada bueno puede conseguir la Empresa, iniciando un pleito contra esos obreros. Las indagaciones podrían perjudicarnos....
Más bien, debemos echar tierra sobre el asunto.
Tomó su sombrero y salió a la calle, dirigiéndose a la Policía de Seguridad. El Jefe de dicha repartición lo recibió con toda amabilidad:
-¿En que cosita podemos servirlo, doctor?
-Venía para tratar el asunto de los obreros apresados en “Buena Estrella”, mi querido amigo.
-La Empresa “Buena Estrella”, aunque podría comprobar contra los obreros, muchos graves cargos, uno solo de los cuales sería suficiente para retenerlos en la cárcel durante varios años, no quiere perjudicar a estos pobres hombres, que si cometieron delitos fue más por ignorancia que por su mala fe.
-En consecuencia, la Empresa renuncia a la acción judicial y pide a usted la libertad de los presos.
¡Doctor! –exclamó el funcionario.
-¡Qué gesto tan filantrópico! Permítame felicitarle.
Después de efusivos apretones de manos, el abogado salió satisfecho.
Y así fue cómo, la Empresa Minera “Buena Estrella”, se permitió el lujo de la magnanimidad...


CAPITULO VI

De no haber tenido familiares que atender, más hubiera valido a los cautivos que los dejaran presos, porque la libertad concedida como limosna, fue el comienzo de sus largos padecimientos.
En Oruro, a mitad del cerro, en cuyas faldas se reclina la ciudad, se divisa el caserío de obreros de la mina “San José”, con el típico aspecto de los campamentos mineros.
En ese barrio, Juan Calle y sus amigos alquilaron una espaciosa “tienda” por módica mensualidad, que fue el alojamiento de los cuatro obreros y sus respectivas familias. Pero una sola habitación por más espaciosa que sea, resulta siempre estrecha cuando en ella tienen que vivir, cocinar, comer y dormir catorce personas, que eran: Juan Calle, Sebastiana, Donata y sus dos hijos. Sunahua y su hija única y Ajarachi con su esposa y un niño de pechos.
Después de instalarse lo primero que hicieron los hombres fue ir en busca de trabajo, pero no pudieron conseguir ocupación en ninguna parte.
Durante el primer tiempo, las pequeñas economías de algunos de ellos lograron alcanzar para el sustento limitado de todos; pero, lentamente los ahorros se fueron agotando y disminuyeron las raciones de su menguado alimento.
¡Malos tiempos aquéllos! La crisis mundial había llegado también a Bolivia.
Oruro, fue la ciudad que mas sufrió la crisis de estaño, juntamente con Potosí. Las calles y plazas estaban llenas de hombres famélicos, deshecho de las minas y sin trabajo.
Después de duras jornadas conseguían acumular unos pocos centavos que depositaban en manos de Sebastiana, la cual, resultó siendo cajera de todo el grupo.
Las mujeres se ocupaban de asear la “tienda”, cocinar, lavar, recoser las ropas y también buscar trabajo en las casas de familia, como lavanderas.
La competencia entre los “cargadores” era tan exagerada, que cuando alguno lograba obtener un pequeño trabajo, lo hacía por miserable remuneración.
Los niños adelgazaban notoriamente por la mala alimentac
CAPITULO VI

De no haber tenido familiares que atender, más hubiera valido a los cautivos que los dejaran presos, porque la libertad concedida como limosna, fue el comienzo de sus largos padecimientos.
En Oruro, a mitad del cerro, en cuyas faldas se reclina la ciudad, se divisa el caserío de obreros de la mina “San José”, con el típico aspecto de los campamentos mineros.
En ese barrio, Juan Calle y sus amigos alquilaron una espaciosa “tienda” por módica mensualidad, que fue el alojamiento de los cuatro obreros y sus respectivas familias. Pero una sola habitación por más espaciosa que sea, resulta siempre estrecha cuando en ella tienen que vivir, cocinar, comer y dormir catorce personas, que eran: Juan Calle, Sebastiana, Donata y sus dos hijos. Sunahua y su hija única y Ajarachi con su esposa y un niño de pechos.
Después de instalarse lo primero que hicieron los hombres fue ir en busca de trabajo, pero no pudieron conseguir ocupación en ninguna parte.
Durante el primer tiempo, las pequeñas economías de algunos de ellos lograron alcanzar para el sustento limitado de todos; pero, lentamente los ahorros se fueron agotando y disminuyeron las raciones de su menguado alimento.
¡Malos tiempos aquéllos! La crisis mundial había llegado también a Bolivia.
Oruro, fue la ciudad que mas sufrió la crisis de estaño, juntamente con Potosí. Las calles y plazas estaban llenas de hombres famélicos, deshecho de las minas y sin trabajo.
Después de duras jornadas conseguían acumular unos pocos centavos que depositaban en manos de Sebastiana, la cual, resultó siendo cajera de todo el grupo.
Las mujeres se ocupaban de asear la “tienda”, cocinar, lavar, recoser las ropas y también buscar trabajo en las casas de familia, como lavanderas.
La competencia entre los “cargadores” era tan exagerada, que cuando alguno lograba obtener un pequeño trabajo, lo hacía por miserable remuneración.
Los niños adelgazaban notoriamente por la mala alimentación y los mayores se tornaban huraños y reconcentrados.
Después de un tiempo en el que los niños lloraban pidiendo pancito, los padres salían desesperados en busca de algún trabajo, generalmente tarea infructuosa.
Luego vino un breve período de bonanza para las cuatro familias. Sunahua, Calle y Ajarachi, lograron ingresar en una cuadrilla de “cargadores” del ferrocarril, donde fuera de un pequeño salario fijo que les pagaba la empresa, tenían también algunos ingresos suplementarios por llevar carga para los pasajeros. Era un trabajo largo y rudo, pero ¡bien venido cualquier trabajo cuando se ha sentido hambre!
Aquella temporada de paz fue como esos amaneceres claros que suceden a las noches tempestuosas.
De golpe concluyó la época de paz para las cuatro familias. Una mañana al llegar al trabajo, los tres hombres encontraron la noticia de hallarse despedidos junto con los otros cinco “cargadores” de la cuadrilla, porque uno de ellos, cuya identidad no se pudo establecer concretamente, había cometido un robo de los almacenes del ferrocarril.
Otra vez, empezó el deambular por las calles buscando trabajo. Y nuevamente, la escasez y racionamiento en la alimentación y por consiguiente el hambre, el desaliento, el malhumor y el mutismo.
Pedro Ajarachi resolvió irse a Cochabamba. Las despedidas fueron lacónicas.
La vida del grupo, prosiguió angustiosa y difícil por mucho tiempo más.

Fue un día alegre aquel en que tuvieron la noticia de que la Empresa “Bolivian Mines” estaba contratando obreros en la mina “Formidable”. Sin pérdida de tiempo, Calle, Sunahua y sus familias prepararon el viaje. Ontiveros resolvió quedarse en Oruro.
En la mina, los dos obreros después de muchas esperas y demoras, obtuvieron trabajo, previo reconocimiento médico.
Sunahua fue examinado por el facultativo, con premura y declarado “hábil”.
Después de reconocer con igual superficialidad a Juan Calle, el médico dictó algunas frases en voz baja al empleado. Luego dirigiéndose a Calle preguntó:
-¿Sabe usted firmar?
-Si, doctor.
-Entonces, firme esto.
Calle tomó el formulario y fuera de datos generales relativos a su persona leyó:
“Conclusión: Corazón normal. Pulmones con pneumoconiosis en segundo período. –(Fdo. Dr. X.X)”
Y a continuación: “Yo , Juan Calle, declaro expresamente que ingreso a los trabajos de la Compañía, en el estado de salud indicado por el médico de la Empresa. Por lo tanto, no tengo derecho a reclamación alguna, por el progreso de la enfermedad que adolezco”
-Pero doctor... –balbuceó Calle-, yo soy sano, soy fuerte, no toso nunca, ni tengo fiebres...
-¿De modo que usted sabe más que yo? –interrumpió el médico.
-No doctor; pero tal vez... no se ha fijado usted bien –sugirió suavemente el barretero.
El médico estalló violentamente:
-¡Pedazo de imbécil! ¿Qué cree que soy yo...? ¡Estos indios comunistas e insolentes...! –Luego arrebatando el papel de las manos de Calle, agregó-: Si no está usted conforme, no firma y se va a su casa. Hay miles de obreros que están rogando por tener ese trabajo.
Juan Calle se contuvo por el recuerdo de la época pasada, con privaciones de todo género.
-Perdóneme, doctor. Voy a firmar el papel-
-El médico le entregó el formulario y Calle firmó aquel curioso documento.


TERCERA PARTE

¿CUÁNDO LLEGARA EL ALBA?


CAPITULO I


La “Formidable” de la “Bolivian Mines Corporation”, era una mina “grande” de las mas importantes y de mayor producción en la República. En los buenos tiempos, trabajaban hasta cinco o seis mil obreros y unas cuantas decenas de empleados.
El panorama de las minas “grandes” como el de todos los centros mineros, es hostil.
Cientos y miles de casuchas de calamina y barro para obreros, iguales o peores a las viviendas de las minas “chicas”. Alejadas de éstas, como si hubieran querido mantener las distancias, las casas de empleados. Entre ellas varios edificios grandes; el cine, la Escuela, oficinas, almacenes, hospital, el Club Social.

Pablo Lizarazu, entró en su dormitorio procurando no hacer ruido, para que no despertara su esposa.
-¡Trabajas mucho, hijo! –reprochó Luisa Lizarazu.
-No es nada querida.
-Sí, es mucho Pablo. Diariamente y todas las noches hasta las once o doce.
Pablo Lizarazu tenía treinta años, de rostro simpático y mirada suave de hombre bueno.
Pablo era el último vástago de una larga prole y como sus hermanos, tuvo que estudiar en una escuela fiscal.
El muchacho se distinguió en sus estudios y posteriormente, pudo conseguir una beca del Estado para ingresar en la Escuela Normal donde obtuvo el título de Maestro.
Después de su matrimonio a los pocos días de graduarse, obtuvo un contrato con la “Bolivian Mines Corporation”, para trabajar como profesor en la escuela de la mina “Formidable”.
El hogar de los Lizarazu estaba muy bien avenido; pero frecuentemente se presentaban pequeños disgustos, debido a la resistencia de la mujer para acostumbrarse al especial carácter del marido, que se daba íntegramente a todos, olvidándose de su situación económica, lo cual ocasionaba preocupaciones a Luisa.
La vida no es tan mala como parece, Luisa; todo depende de saber vivirla y a veces depara satisfacciones insospechadas. Hace algún tiempo yo las tengo a menudo. En estas clases voluntarias que doy a los obreros adultos, encuentro muchos motivos de satisfacción interior. Por ejemplo enseñar a leer a un hombre viejo.
-La docencia podrá ser muy poco lucrativa; pero es de una belleza incomparable. ¡Si tu vieras el afán con que estudian estos hombres rudos en las clases que les doy de noche, a las que llegan fatigados después de ocho horas de trabajo agotador!. Y a decir verdad, si estos pobres indios apenas intuyen que la educación ayudará a salvarlos de su destino, yo estoy seguro de ello. Por eso me empeño en esa que tu llamas, quijotesca labor...

CAPITULO II

Habían pasado varios años desde el día en que Juan Calle y Juvenal Sunahua con sus familias, se establecieron en la mina “Formidable”.
No obtuvieron ningún progreso efectivo en sus vidas, hasta la llegada del profesor Lizarazu.
Fue el profesor, con ese indomable y silencioso valor lleno de recursos de los grandes espíritus que, utilizando a la par perseverancia, sagacidad y energía, logró infundir en las almas de algunos mineros un poco de inquietud y algo de esperanza, sacudiéndolos de la vida animal que hasta entonces llevaran, al mostrarles en las horas libres, un descanso mejor que el sueño y superior al no hacer nada: ¡Aprender!
Aparte de sus clases nocturnas para los obreros, el profesor Lizarazu había establecido la costumbre de hacerles repasos.
Me gusta hacerles pensar –solía decir a su esposa-. Y te aseguro que entre ellos hay quienes son como plantas de buena semilla que sólo necesitan el riego de la enseñanza para dar buenos y sazonados frutos.

CAPITULO III

¡Feo paraje el del “Tope 35”, en el Nivel 470” Rocas deleznables, humedad excesiva y calor sofocante. Aire malsano y pobre donde la respiración se hace difícil por falta de oxígeno.
En ese lugar los obreros trabajaban semidesnudos, porque el calor sofocante hacía insoportable el uso de las ropas, antes de llegar, dejaban sus vestidos en un lugar seco y seguían adelante con las únicas prendas de sus calzones cortos y pañuelos amarrados a la cara cubriéndoles la boca. No tenían botas de goma y debían permanecer dentro del agua que les llegaba a las rodillas; tampoco tenían abrigos para soportar a la salida, la brusca transición climatérica que en muy pocos minutos, los sometía a fuertes variaciones de temperatura desde los treinta y cinco grados de calor en el interior de la mina hasta los cinco o menos grados en la superficie.
Allá trabajaban los perforistas Calle y Sunahua con sus respectivos ayudantes, separados por poca distancia. Sunahua en el mismo tope de la galería, siguiendo horizontalmente la dirección de la veta y Calle poco antes de llegar al tope, abriendo una chimenea ascendente, para comunicar el Nivel 470 con el 430.
Chirriaban frenética y ruidosamente los taladros mecánicos, haciendo ceder, con su pujante dentellada de acero, la resistencia de las rocas; martirizaba los oídos el ruido característico de los escapes de aire comprimido; el sudor y el agua chorreaban por los cuerpos de los mineros. Y había que seguir adelante. Aunque los cuerpos ya no pudieran resistir el esfuerzo físico; aunque el calor convirtiera en infierno al paraje y la humedad penetrara hasta los huesos; aunque el ruido ensordeciera, faltara el oxígeno, el aire se volviera irrespirable y dolieran los músculos como llagas vivas. Siempre adelante, para que el mayordomo que aparecía de rato en rato no protestara y el Ingeniero Seccional quedara satisfecho.
Cuando llegó la hora del aculli, los obreros pararon las máquinas y se apartaron del paraje a fin de descansar en un lugar menos inhóspito. Sentados sobre piedras fueron rumiando lentamente su coca y su fatiga.
-Está muy malo tu tupe, Juvenal –observó Calle- Debes pedir que lo callapeen porque puede derrumbarse.
-Humm –asintió Sunahua.
El viejo miró fijamente a Calle, reparando en las pronunciadas ojeras y el brillo de fiebre de sus ojos. Como al descuido le tocó la mano y notando que estaba caliente, le dijo:
-Estás con fiebre, Juancho.
-Humm.
-No debes trabajar así. Es mejor que descanses unos días para curarte y volver sano.
-No, Juvenal. Mejor es que siga trabajando “no más”.
-¡Pero es absurdo! –replicó Sunahua con fastidio-. Los resfríos fuertes se quitan con un buen sudorífico y dos días de cama.
Calle guardó silencio largo rato; después moviendo la cabeza, habló en forma confidencial: -No estoy resfriado, Juvenal. Estoy fregado de los pulmones. Hace tiempo que tengo estas fiebres y tos en las noches. Tú sabes que estas enfermedades no se curan fácilmente y por eso prefiero seguir trabajando.
Sunahua le interpeló:
-¿Por qué no me avisaste antes?
-No quería aumentar las penas...
-¡No puedes seguir trabajando en esa forma! –sentenció Sunahua-. Mañana mismo debes ir al Hospital. Quizás no es muy grave y podrías mejorar.
-No, Juvenal. Tengo la impresión de que si dejara un solo día el trabajo, tendría que abandonarlo definitivamente. Y en ese caso, ¿qué sería de mi familia?
-¡Yo la mantendré!
-¿Y los chicos? Ya sabes que quiero mandarlos a Oruro para que cursen la secundaria.
-¡Los mandaremos! Ahorraremos en lo que se pueda y mi “plata” será tuya, como la tuya siempre ha sido mía. Ahora me tocará trabajar a mi; pero después, cuando tú sanes y yo no tenga fuerzas, te tocará el turno de sostenernos a todos.
-Cómo será... –dudó Juan Calle
-¡así será!... – volvió a afirmar Sunahua
Mañana mismo irás al Hospital.
-Tal vez... Ya veremos... – concluyó Calle, introduciéndose entre los dientes un manojo de hojas de coca.
Continuaron accullicando y fumando silenciosos, hasta que llegó la hora de regresar al trabajo.
Cuando reiniciaron su labor, Juan Calle se sentía con el espíritu aligerado, a raíz de la charla sostenida con Sunahua. La oferta del viejo compañero, era un pilar firme sobre el que podía apoyar algunas esperanzas.
Si me curan, todo estaría bien; pero estos médicos... ¿Ese papel que me hicieron firmar cuando entraba en la Empresa? Con eso podrán impedir que me paguen la indemnización...? ¿Por qué firmé...? ¡La “pucha”! ¡Porque nos moríamos de hambre...!
A cierta hora llegaron al “Tope 35” el Ingeniero Robson y el mayordomo Ayaviri.
-Está malo este trecho, señor – cuchicheó Ayaviri al oído del Ingeniero.
-Sí –asintió Robson-; ¿cuándo se podrá llegar al 430?
-Unos dos días más.
Sunahua paró la máquina y saludó a las visitas. El Ingeniero alumbró con su linterna la veta.
-Está buena – comentó para sí.
-Me lo hicieras callapear este trecho de la galería, señor –pidió Sunahua.
El Ingeniero alumbró con su linterna los costados y el techo de la galería, notando la deleznabilidad de las rocas. Con tono tranquilo dijo: -Después de unos días se va a callapear este tope.
-Y ¿hasta entonces no pudiéramos suspender el trabajo en este paraje señor? Preguntó Sunahua- Está muy malo el lugar. A cada rato se producen pequeños derrumbes.
-El perforista de la punta diurna no hace tanto alboroto. Por ahora no veo ningún peligro, tal que debe usted seguir trabajando aquí- concluyó el diálogo el ingeniero, alejándose del lugar.
Serían las cuatro de la mañana cuando Juan Calle sintiéndose extenuado paró la máquina y aunque no era hora de descanso se sentó totalmente agotado.
El cansancio y la fiebre embotaron su cerebro que no atinaba a hilvanar una idea. Respiraba con mucha dificultad y tosía frecuentemente.
-¿Qué te pasa mastroy? – preguntó intrigado su ayudante, Calle no contestó, el ayudante volvió a preguntar
-¿Qué tienes, mastroy?
Calle pareció salir de su letargo, y contestó al fin:
-Estoy “fregado”, “Santuquito”...
En seguida y con alguna dificultad se puso de pie, cogió el telescopio y ordenó:
-¡Al trabajo, chico!
Antes que el ayudante llegara a incorporarse, los dos hombres quedaron mudos de estupor y sobrecogidos de espanto, al oír un ruido extraño que retumbó en la galería; instantes después llegó una densa bocanada de aire y tierra, que apagó las lamparillas de carburo dejando el lugar en completa obscuridad y dificultando aún más la respiración.
Calle tratando de encender la lámpara, preguntó
¿Por dónde ha sido?
El ruido ha venido del tope.
-¡La “pucha”! ¿No les habrá pasado algo al Sunahua y al Ambrosito? A ver, “grítalos”
-¡Ambrosio! ¡Ambrositooo! –gritó Calizaya sin recibir respuesta-. No contestan mastroy...
Al fin Calle logró encender la lámpara y ambos corrieron por el socavón mal alumbrado. A poca distancia encontraron un derrumbe que había obstruido completamente la galería. Aguzando los oídos, creyeron percibir un quejido distante y débil, como llegado de ultratumba.
-¡Corre a avisar! Dijo Calle al ayudante, que salió disparando.
-¡Juvenal! ¡Juvenal! – gritó Calle fuera de sí.
Un nuevo quejido apagado lo hizo reaccionar. A falta de herramientas apropiadas inició el trabajo con las manos arrojando hacia atrás las piedras y removiendo los pedrones grandes. Trabajaba febrilmente y con desesperada ansiedad se daba cuenta de que avanzaba muy poco.
Pronto llegaron el Ingeniero Robson, y un grupo de doce obreros con carretillas, picos y palas.
Todos se pusieron a trabajar con excitado ahínco, acuciados por los quejidos que, de tiempo en tiempo, lograban percibir. Ahora el trabajo progresaba a ojos vistas.
El Ingeniero Robson se sentía culpable de la catástrofe y trataba de obtener a toda costa la salvación de los obreros.
-Hay que tojear un poco para evitar mas derrumbes y seguir trabajando –ordenó con aspereza.
Los mineros movieron las cabezas dubitativamente, sin animarse a cumplir la orden.
-Entremos, compañeros... –pidió suplicanta, Calle.
Un obrero macizo y de cara torva, contestó:
-No puede usted obligarnos a trabajar aquí.
-Es para salvar a dos compañeros nuestros –explicó Calle.
-Para salvar a dos hombres, no deben matarnos a todos –replicó el obrero macizo.
-¡Pagaré doble jornal! –ofreció el técnico, con la cara pálida, es voluntario dijo, los que quieren lo hacen y los que no deseen pueden regresar a sus labores ordinarias.
Juan Calle, dándose cuenta de la lucha interior de sus compañeros, les habló tratando de convencerles:
-Deben pensar ustedes que en cualquier momento pueden verse en la misma situación del Juvenal y del Ambrosio. ¡No seamos cobardes, compañeros! Y resueltamente, reinició el trabajo con la misma decidida actividad del comienzo.
Los obreros, estáticos, miraron a Calle, pero prosiguieron mudos en su actitud expectante. Fue el Ingeniero Robson quien los decidió. Con resuelto ademán cogió otro pico y colocándose a lado de Calle con el barro hasta las rodillas, se puso también a trabajar. Después de un rato, se revolvió gritando con rabia:
-¡Los cobardes, afuera!
Con excepción de tres o cuatro hombres que se retiraron con disimulo, el resto de los mineros, secundó el trabajo.
Juan Calle trabajaba con furia; manejaba el pico con desesperación, sintiendo que los minutos se volvían siglos. Solo pensaba en salvar a Juvenal.
La punta del pico, se hincaba profundamente en la tierra, atravesando barro y triturando las piedras.
De pronto, al incrustar el pico en la tierra, Juan Calle quedó paralizado. El tacto experto de sus manos había sentido a través del mango, que la herramienta chocó con alguna cosa extraña. Un terrible presentimiento, hizo que soltara horrorizado el mango de la herramienta y se pusiera a escarbar la tierra con las manos.
¡Más le hubiera valido no hacerlo! ¡Pobre Juan Calle!
Cuando removió los escombros tuvo que constatar que la garra de acero de su herramienta se había incrustado profundamente en el cráneo de Juvenal Sunahua, quedando allá, firmemente clavada, como el asta de una bandera...
Una vez más se oyó la desfallecida queja del obrero. Pero cuando lograron remover totalmente los escombros encontraron el cuerpo sin vida de Ambrosio Quispe. Había muerto de asfixia.


CAPITULO IV


El profesor Lizarazu había sido citado por el Gerente General de la Bolivian Mines Señor Henry Burton.
Después de diez a quince minutos de espera, un mensajero hizo pasar al profesor al despacho del Gerente, quien se encontraba firmando unos papeles.
Cuando Burton acabó de firmar, se puso en pie y acercándose al profesor acogedoramente, apretó con fuerza la mano que le extendió Lizarazu, le habló en un castellano muy claro:
-Tengo mucho gusto de conocerle, profesor Lizarazu.
Le invitó a sentarse y le dijo:
-Bien, señor Lizarazu. –Esta entrevista se la debemos al señor Gordon, que tiene una profunda estimación por usted y es quién me ha persuadido para hacerle una oferta.
-Ha quedado vacante la Secretaría General de la Compañía, que tiene asignado un haber mensual de seis mil bolivianos. Yo le ofrezco a usted ese cargo.
Lizarazu que no esperaba ni deseaba el ofrecimiento, quedó desconcertado y, tras una corta reflexión, respondió con lentitud:
-Realmente, señor Burton, debo manifestarle que me sorprende y me turba su oferta, porque yo me encontraba muy contento con el cargo de profesor de escuela.
-Si. Tengo conocimiento de su dedicación a la enseñanza.
-Mire Lizarazu –Estas lecciones o cursos que ha venido dando a los obreros, me han hecho pensar muy seriamente en separar a usted de la Empresa, velando por la estabilidad social de la misma, y a no mediar por la intervención del señor Gordon, en vez de la oferta que acabo de hacerle, habría recibido su carta de retiro.
-Yo no he hecho otra cosa que enseñar a los obreros... –comentó sonriente.
-Mala costumbre la de abrir los ojos a los obreros con la enseñanza, señor profesor– contestó Burton con una maligna sonrisa.
-¿Se ofendería usted si le dijera que su frase me parece cínica, señor Burton?-
-¡No! ¡No! De ninguna manera. Al contrario, me gusta la franqueza. Pero, por lo demás, usted no está abriendo los ojos a nadie amigo mío.-
-Me parece que se contradice usted...-
-No. En su caso particular, ratifico que está perdiendo su tiempo lamentablemente tratando de enseñar a estos indios ignorantes, que no sacarán ningún provecho de sus enseñanzas o interpretarán torcidamente sus lecciones.
-¡Usted no conoce a los indios, señor Burton!-
-Los conozco... Es una raza infeliz, llena de taras y vicios.-
-¿Y no cree que la instrucción podría redimirlos de sus condiciones actuales?-
-No, amigo Lizarazu. Lo único que podría redimirlos de sus taras, sería una piadosa eliminación. Y como ello parecería un poco cruel a quienes como usted tienen cierta debilidad por los aborígenes de su patria, debemos dejarlos como están, ya que por lo menos, su mano de obra, aunque deficiente, sirve para el trabajo y es relativamente barata...-
-Señor profesor añadió Burton –la Empresa me paga a mí, para obtener el máximo rendimiento de sus minas y no para convertirlas en laboratorio experimental de culturización de indígenas...-
-Con lo cual ¿debo darme por notificado de que no podré seguir dando los cursos extraordinarios a los obreros? preguntó Lizarazu.
-En realidad debo aclarar debidamente el ofrecimiento que le hice:
O usted acepta la Secretaría de la Empresa bajo compromiso de abandonar totalmente sus actividades pedagógicas, o bien, me presenta su renuncia de profesor de Escuela. Queda entendido, que en el segundo caso se le abonarían sus desahucios e indemnizaciones de ley...
El profesor quedó pensativo mucho rato, dando evidentes muestras de intensa lucha interior.
-¿Tal vez prefiera usted tomar un plazo prudencial para reflexionar y darme su respuesta?
Lizarazu, contestó resueltamente:
-No, señor Burton. Acepte usted mi renuncia de profesor de escuela, señor Gerente. Mañana la ratificaré por escrito.
Burton quedó visiblemente sorprendido. Exclamó:
-¿Pero ha recapacitado que en vez de los mil quinientos bolivianos que gana ahora, le estoy ofreciendo seis mil y un porvenir amplio dentro de la administración de la Empresa?.
-Sí, señor Burton. Antes de contestarle lo he pensado.
-Francamente, me resulta incomprensible amigo Lizarazu...
El profesor sonrió con todo su semblante de hombre bueno. Después dijo pausadamente:
-Sucede, señor Burton, que tenemos temperamentos diametralmente opuestos. Usted es hombre práctico sus metas son el éxito económico y el profesional.
-¿Y usted?– cortó el Gerente.
-Yo pertenezco a la clase un poco extravagante de idealistas... Creo que, la pobreza cuando está bien administrada, por el jefe de familia, suele ser para los hijos, una escuela mucho más fecunda que la otorgada por la riqueza.
-¡Interesante. Muy interesante!– exclamó Burton mirando al descuido su reloj.
-Disculpe señor Burton, si le he quitado mucho tiempo. Buenas tardes, y salió de la oficina.


CAPITULO V


Después de la muerte de Juvenal Sunahua, Juan Calle quedó anonadado; no sólo por la pérdida del amigo que durante tanto tiempo convivió con él, sino también, porque vio cerrarse la única puerta de salvación que se entreabrió fugazmente la noche de la tragedia, cuando el viejo Sunahua ofreciera atender las necesidades económicas de la familia, mientras él pudiera curarse. Y adoptó el único camino que podía tomar, seguir trabajando.
Empero, sucedió lo inevitable. Cayó rendido por el trabajo, agotado por la enfermedad y quebrado por el fracaso.
Los superiores de Calle al darse cuenta de la enfermedad que padecía, ordenaron su hospitalización. En el sanatorio, después de muchos exámenes y análisis, fue declarado incurable y dado de baja en el hospital.
En tales circunstancias, sólo le quedaba la posibilidad de obtener una indemnización, que acaso le permitiera asegurar en alguna forma su porvenir y el de sus hijos. Los personeros de la Mina, le manifestaron que de acuerdo a las nuevas disposiciones legales, ya no era la Empresa la obligada a pagar las indemnizaciones, sino la “Caja de Seguro y Ahorro Obrero”.
De este modo el hombre tuvo que viajar a Oruro con objeto de efectuar los trámites.
Su regreso fue mucho más rápido de lo previsto. -No he conseguido nada– anunció el hombre.
-No importa. No te aflijas, Juancho...- su mujer trató de alentarle.
-¿Y que será de nosotros? Preguntó el obrero.
-Ya nos daremos modos para salir adelante –terció Sebastiana-
-No te aflijas, Juancho –volvió a hablar Donata.
-Lo peor dijo Calle. –No hay ninguna posibilidad de obtener la indemnización, por ese papel que me hicieron firmar.
-Estos hombres hacen lo que quieren con nosotros. Aprovechan y esquilman nuestro trabajo hasta el máximo, nos aniquilan, enferman y matan y siempre logran darse modos para burlar las leyes.
-Sólo hay un camino, seguiré trabajando... Y pese a la oposición de las mujeres de la casa, el pobre hombre volvió a incorporarse al trabajo; pero la prueba no llegó a durar una sola jornada completa, porque al mediar la tarde, sufrió un acceso de tos muy fuerte, un vómito de sangre y un largo desmayo que obligó a los capataces a sacarlo de la mina.
Juan Calle llegó s su casa avergonzado, sufrido y devorado por la fiebre.
-Ya no puedo trabajar, “Ulinchita”, ¡Ya no puedo más! –exclamó mientras se tendía en la cama.
-No importa, Juan, -dijo Donata –Trabajaremos nosotras, -¿no es cierto mamay?
-Si, Juancho –pausadamente contestó Sebastiana- Lo hemos pensado bien desde que viajaste a Oruro. Mientras tu te repongas y puedas sanarte, nosotras trabajaremos de palliris y la Justina que ya está joven, se entenderá con la cocina, la casa y los chicos.
En ese momento llegaron de la Escuela Pedro y Pablo. Observaron las caras graves de Calle y las dos mujeres, luego se pusieron a escribir en sus cuadernos, aunque parecían más atentos a la conversación de los mayores que a sus deberes.
Juan Calle quedó largo rato mirando a las mujeres. Observó el vientre hinchado de Donata, revelador de un nuevo embarazo; después se fijó en las arrugas profundas que surcaban el rostro de Sebastiana. Moviendo la cabeza con desaliento, dijo:
-No. No es posible, doña Sebastiana. ¿Cómo podríamos permitir que trabaje la “Ulincha” en ese estado. Y usted, que ya está vieja y cansada, no doña Sebastiana, no podemos hacer lo que usted piensa.
Con ternura de madre, Sebastiana le acarició los cabellos y siguió hablando con suavidad:
-Es posible hijo, por lo demás tenemos que ser sensatos; ¿Qué otro camino nos queda?.
A la hora de comer, la familia hizo rueda junto al lecho del enfermo. Todos estaban callados, como si pesara en el ambiente una atmósfera de inquietud. Por fin Pedro rompió el silencio.
-Papay
-¿Qué quieres Pablito? el niño muy tímidamente dijo: -nosotros queremos trabajar, ya hemos hablado y desde el próximo mes entraremos en la mina-.
–Sí, papay. Añadió Pedro. Tú no puedes trabajar enfermo como estás y tampoco pueden hacerlo mis “mamitas”, la una porque es vieja y la otra porque pronto tendrá otra huahua. En cambio nosotros podemos.
-Sí –interrumpió Pablo –Ya somos hombres y es tiempo de que trabajemos. Otros trabajan desde más chicos, ¿por qué no pudiéramos nosotros?
Nadie contestó. Los niños estaban en lo cierto. Dentro de las circunstancias, los dos rapazuelos, eran los más llamados a trabajar, o por lo menos los únicos que podían hacerlo.
Hubo un largo silencio saturado de tristezas.
Sebastiana y Donata salieron de la casa, para disimular la viva emoción que tenían en las almas. En la puerta de su vivienda, no pudieron por más tiempo, contener las lágrimas.
-También ellos –murmuró Sebastiana- También ellos, entrarán fuertes y lozanos, para ser devorados por la mina... También ellos entrarán alegremente, para que nos los devuelvan, muertos o destrozados...
La noche era obscura. Negras nubes de tormenta bogaban en el cielo y el viento empezaba a entonar una ronca canción de angustia.
-También ellos... –Donata repitió como un eco-. ¡Mamay! Todo se cierra en nuestra vida. ¿No te parece que esta misma noche es más negra que nunca?.
-Si, es una noche obscura –contestó Sebastiana con voz ahogada-; pero siempre es noche obscura para nuestra gente... ¿Cuándo llegará el alba?....

FIN

 
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